Por: Cristian González Ruíz

Aunque su eficacia esté cuestionada empíricamente, lo cierto es que los Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) se han convertido en una pieza fundamental con la cual Estados, como Colombia, buscan atraer inversores extranjeros e impulsar así el crecimiento económico. Entre otras particularidades, los TBI se caracterizan por ofrecer a los inversores una serie de garantías contra las potenciales arbitrariedades que el Estado receptor pueda ejercer en su contra para afectar sus negocios en el país. 

Una de las principales prebendas para el inversor es la garantía de no expropiación que, a grandes rasgos, protege a los particulares si el Estado decide tomar la propiedad sobre las inversiones sin otorgar una indemnización justa y equitativa (expropiación directa) o, si las autoridades, mediante cualquier otro mecanismo afectan la inversión de tal forma que el privado pierda el control efectivo sobre las mismas (expropiación indirecta). Esta última garantía, dada su amplitud, ha sido invocada frecuentemente por los inversores en los tribunales internacionales de arbitramento contra los Estados, que ven como los árbitros se decantan por proteger a los inversores y son condenados al pago de millonarias sumas por concepto de indemnizaciones. 

Es aquí donde el derecho penal entra en escena. En Colombia, recientemente se ha visto con frecuencia casos en que la Fiscalía General de la Nación -sea por presión mediática, política o por otros factores- lleva a juicio a altos directivos de las empresas que se aventuran a invertir en el país, en su mayoría por supuestas irregularidades en la contratación con el Estado. Sin embargo, muchas veces las complejidades de los casos que investigan las autoridades de nuestro país son tan amplias, que los hechos que a simple vista son denunciados como “corrupción” corresponden en realidad al giro normal de los proyectos contratados. 

Entonces, supongamos por un momento que la Fiscalía lleva a juicio a los representantes de una empresa extranjera en el país por cuenta de la presión social por resultados en la lucha contra la corrupción. Esto lógicamente genera que, ante la magnitud de los proyectos de los inversores, el ente acusador no logre hacer un análisis profundo de los elementos de prueba con los que cuenta, pues se trata de mostrar resultados al público en el menor tiempo posible. 

Supongamos además que, por lo mismo, un juez de la república decide condenar al representante de la empresa. ¡Victoria para la justicia colombiana! Titulan los medios, el ambiente de júbilo no puede superarse entre los colombianos que transitan por las calles, por fin las instituciones del país funcionan. 

Sin embargo, el proceso va más allá: las entidades del Estado que han sido declaradas víctimas en el curso del proceso penal instauran una solicitud para la apertura del incidente de reparación integral, en el cual buscarán que los perjuicios económicos producto de la comisión del delito sean resarcidos. Para esto, la empresa contratista del Estado es convocada a responder en el incidente como tercero civilmente responsable. A continuación, la empresa es condenada al pago de los perjuicios. Finalmente, el Estado ha recuperado lo que ha perdido en virtud de los hechos de “corrupción” de los cuales ha sido víctima. 

Una vez esto sucede, la empresa inversora, naturalmente si no tiene más activos en el país se retirará. No obstante, poco tiempo después, ante el CIADI en Washington D.C., le es notificada a Colombia una demanda del inversionista condenado. La pretensión: que se declare que el Estado colombiano ha expropiado indirectamente al inversor con los perjuicios producto del proceso penal. A diferencia de lo ocurrido en Colombia, donde el afán de la lucha contra la corrupción nubló la claridad de los operadores judiciales, el tribunal de arbitramento, con base en un juicioso análisis de los elementos de prueba aportados por las partes, decidió que en efecto al inversionista le fueron vulnerados sus derechos. De esta forma, el Estado colombiano estará condenado no solamente a restituir lo recibido en virtud del proceso penal, sino que deberá además indemnizar por los perjuicios generados por la pérdida de control del inversionista sobre sus activos, por conceptos como el lucro cesante, la pérdida de oportunidad, entre otros. 

Esto tiene una serie de efectos negativos que no se limitan únicamente al pago de las indemnizaciones en el proceso arbitral. El hecho de ser condenado por un tribunal internacional le restará, sin duda, la credibilidad a nuestro país frente a los inversionistas extranjeros. Ahora, las empresas extranjeras pensarán dos veces antes de contratar con el Estado ante los inminentes riesgos de investigaciones y procesos a la ligera, sin una comprensión total de los acontecimientos. Todo lo anterior, merma la capacidad de la economía colombiana de generar empleos, aumentar los niveles de formalidad y mejorar la calidad de vida de los habitantes de nuestro país. 

Mi invitación es a pensar al derecho penal y al derecho internacional de las inversiones como campos altamente relacionados. Las consecuencias de una lucha contra la corrupción afanosa, con la intención de mostrar vacíos resultados al público y poco rigurosa, pueden ser muy nocivas para el desarrollo del país, que se esfuerza por mantener los flujos de dinero de inversores extranjeros y mejorar su imagen de país cuyo marco jurídico favorece los negocios.  

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *